"El problema del tiempo" (Según J.M. Ballester)

 

 

José Manuel Ballester (1960) es un artista de formación académica que ha tratado la mayoría de los géneros pictóricos tradicionales.

Tras realizar unas primeras composiciones abstractas, de pequeñas dimensiones, tonos terrosos y textura rugosa, como la mano de un anciano, y técnicamente impecables, influenciadas por el arte de pintores españoles de finales de los años cincuenta -el cual era el resultado de la fusión del arte matérico italiano con el expresionismo abstracto norteamericano-, Ballester cambió de estilo y de modelos, si bien sus obras siguieron reflejando su preocupación por la cualidad de la piel de las cosas, manchadas por el poso del tiempo.

Ballester empezó, entonces, a pintar obras naturalistas de mayor tamaño, de tonos oscuros, saturadas de referencias barrocas o románticas, con las que buscaba emular técnica y compositivamente el gran arte clásico.

Aún hoy en día, Ballester matiza los grises de sus cuadros con capas sucesivas de veladuras, en recuerdo de las calidades que obtenían los pintores manieristas venecianos, largamente educados en talleres artesanales, como Tiziano -por el que los artistas neoexpresionistas de los años ochenta sintieron especial fascinación, como sucedía con Barceló.

Su tesina de licenciatura versó precisamente sobre los laboriosos procedimientos técnicos de las escuelas italiana y flamenca entre los siglos XV y XVII, hoy perdidos, quizá para siempre, desde el descubrimiento y la difusión de los pigmentos industriales en tubos a mediados del siglo XIX.

Desnudos, figuras o academias, algunos retratos, alegorías, bodegones, paisajes inventados y vedutas de arquitecturas fantásticas poblaron sus cuadros, dibujos y grabados de mediados y finales de los años ochenta. Evocaban, de manera literaria y melancólica, las consecuencias del paso del tiempo, la pérdida de la memoria y de la tradición que el tiempo acarrea, por medio de figuras y escenarios irreales o extraños, inmunes al tiempo, ajenos al presente. En el óleo "El problema del tiempo", vemos a un joven de otro tiempo -o de ninguno-, semejante a una estatua, que posa sentado, cubierto por un paño. Permanece indiferente, con la mirada vuelta hacia un lejano (en el tiempo y el espacio) escenario idílico, en medio del cual enhiestos cipreses velan un templo clásico.

Al igual que los héroes, eternamente jóvenes, de las fábulas, las primeras figuras de Ballester parecían querer poner de manifiesto, por contraste, la temporalidad (la vitalidad y su pronta decadencia) de los humanos de carne y hueso, inmersos en el presente. Al igual que en las escenas de vanitas barrocas -platas cargadas de frutos de oro-, o en el "Retrato de Dorian Grey", el esplendor, irreal e ilusorio, de las formas, que el arte reflejaba, producía, a la vez que belleza, una punzante sensación de nostalgia y tristeza por su pronta e inevitable caducidad.

Las construcciones de sus primeros cuadros naturalistas, muy escenográficas, evocaban la visión romántica del mundo clásico, más o menos soñado o idealizado, poblado de templos, templetes, rotondas y villas con logias, galerías y escalinatas con barandillas de balaustres cabe un estanque de aguas glaucas. Ballester, según sus palabras, quería pintar "estructuras trascendidas de la apariencia (...) sin el cascarón de la realidad", desperdigadas, al borde de aguas quietas o ríos serpenteantes, en medio de paisajes fantásticos y crepusculares, erizados de cipreses enlutados.

Pese a la ausencia de ironía y al virtuosismo técnico, parecía que la obra de Ballester, por su nostálgica recuperación de la imaginería clásica, entroncaba más con la transvanguardia que con el realismo español al que se le ha adscrito posteriormente, pese a que Ballester beba más de Richter que de López.

Pedro Azara
Arquitecto.
Profesor de estética en la ETS de Arquitectura de Barcelona
pedro.azara@cda.upc.es

 

 

 

En su primera exposición monográfica, en 1988, Ballester presenta un óleo, titulado "En construcción", que marca una ruptura formal respecto a su obra anterior, y que abre una vía formal y temática en la que sigue trabajando. Muestra un edificio sin terminar, en medio de un descampado. No se trata de una ruina pintoresca -restos patéticos de un edificio que sólo existe en la imaginación del artista, en los libros de arte o en los cuentos-, sino de un edifico real inacabado. La imagen irreal de "Bosque de columnas", un óleo de 1987 que nos muestra unos pilares cilíndricos, lisos, construidos con una materia indefinible -piedra, ladrillos revocados o argamasa, o quizá con el material, como la niebla o el humo, con el que están hechos los sueños-, que se levantan inexplicablemente sobre una terraza anónima suspendida sobre el vacío, y que se prolongan más allá de los límites del cuadro, se había transformado en la imagen realista de "La nueva avenida", de 1990 -el adjetivo "nuevo" es significativo-. Ésta, aunque formalmente similar al anterior, muestra un estrecho pasillo bordeado por las dos filas de poderosos pilares de hormigón armado, a medio levantar, de la futura terminal de la estación de Atocha de Madrid.

Hasta entonces, Ballester había seguido la letra del lenguaje clásico. A partir de finales de los años ochenta, interpretará su espíritu. Su obra ya no se compondrá de variaciones sobre temas de la historia del arte (como el paisajismo romántico), sino que representará las formas nuevas del mundo -urbano y desolado- que nos envuelve, a partir de esquemas compositivos tradicionales. La historia ya no es el fin que las obras de Ballester persiguen sino un medio para componerlas, enraizándolas a la vez que variándolas.

 

La arquitectura que Ballester ha retratado a partir de los años noventa no es, en la mayoría de los casos, anónima. Pinta o dibuja el exterior o el interior de edificios conocidos de arquitectos contemporáneos españoles o extranjeros que han trabajado en España, entre los que destacan los pabellones feriales del parque de Juan Carlos I en Madrid, de Sainz de Oiza, el estadio de la Peineta, en los arrabales de Madrid, de los sevillanos Cruz y Ortiz, y la estación de Atocha, en Madrid, de Rafael Moneo -las distintas fases de cuya construcción Ballester ha mostrado reiteradas veces a lo largo de los años.

En construcción, 1987
Lápiz sobre papel encolado,
51,5 x 71,5 cm
Madrid, Museo Municipal
 

La nueva avenida, 1990
Técnica mixta sobre papel encolado y tabla, 76 x 122 cm
Murcia, Colección Galería Clave

 

 

La arquitectura de Sainz de Oiza, Moneo y Cruz y Ortiz, suele componerse de volúmenes simples, regulares y macizos, respetuosos con la trama urbana y la arquitectura existentes, construidos con materiales cálidos, corpóreos y opacos (piedra y ladrillo, visto o enfoscado, cuya textura da cuerpo al edificio, mientras el cristal se reserva sólo para los huecos de las ventanas). Las formas apenas sorprenden. No son nuevas, insólitas ni gratuitas, sino que, por el contrario, son reconocibles y asumibles. Están elaboradas con un vocabulario formal tradicional. En cambio, el estadio de la Peineta, construido en medio de un terreno baldío, sin puntos de referencia y libre de condicionantes formales y urbanísticos, presenta una forma que no responde a un tipo habitual. Quizá por esto, en el cuadro "Estadio", Ballester evita inteligentemente retratar la extraña construcción en su totalidad y prefiere destacar un fragmento -la vista de un conjunto de puertas y balcones identificables sobre varios planos de un muro texturizado, semejante al de cualquier fachada urbana- que ocupa la totalidad del cuadro.

Los huecos -puertas, ventanas y balconeras- de estos edificios, de perfiles regulares, que se retrasan con respecto al plano de la fachada de manera que provocan marcados juegos de luces y sombras, se distribuyen según un implacable ritmo regular. La composición se basa en tipologías tradicionales y, siguiendo las palabras dedicadas por Moneo a la obra de Cruz y Ortiz, podemos afirmar que dichos edificios son la "prueba de que es posible hacer una arquitectura de interés aceptando los límites que impone la más cruda realidad (...). El volumen se coloca en un terreno al que tal vez quepa aplicar el calificativo de realista (...). Es una obra que ha sido capaz de aceptar las limitaciones de la realidad, de cumplir programas y normas, sin dejar por ello de incorporar los intereses disciplinares".

Las palabras de Moneo no se aplican sólo a la arquitectura "realista". Parece como si el arquitecto estuviera comentando gran parte de la obra gráfica o pictórica de Ballester, cuyos mejores cuadros -urbanos o no- recrean esta arquitectura calificada de realista, opuesta al "idealismo" de un Meier, precisamente.

Estadio, 1994
Acrílico sobre papel encolado y tabla, 74 x 146,7 cm
Colección particular


La arquitectura de Moneo o de Cruz y Ortiz se presta a ser recreada por el arte que bebe de la tradición porque ella misma resulta ser una interpretación de un lenguaje conocido. Por el contrario, no es casual que los cuadros de Ballester que retratan mejor la arquitectura del Museo de Arte Contemporáneo de Meier no muestren de un modo realista el edificio sino que se compongan de un límpido y abstracto juego de líneas delgadas grafiadas sobre el papel en blanco, en ausencia de toda indicación de implantación, volúmenes, texturas y orientación, como si se desarrollaran sobre un plano inconcreto e indefinido, tal como pasa en "Sin título", un hermoso aguafuerte de 1996.

 

Algunos de los edificios modernos que Ballester pinta están en construcción, y los andamios tubulares, las grúas, las escaleras, los diversos útiles, los materiales y los cascotes se suelen poner en evidencia.

Sin título, 1996
Aguafuerte, 25,5 x 41,2 cm; papel Michel, 51 x 64 cm
Ejemplar 9 de 15
Taller: El Taller, Madrid
Madrid, Colección del artista


El caso del cuadro "Palacio de Saldañuela II" -una obra de encargo- es significativo. No se trata de ningún edificio actual sino de una obra manierista, finalizada desde hace siglos. Ballester tenía que retratar un edificio que, en principio, no respondía al tipo de arquitectura que suele llenar su obra. Seleccionó entonces un punto de vista particular, desde el cual sólo enfocaba el único lado del patio central que se encontraba en restauración. Sobre el rítmico juego de pilares historiados y arcos de medio punto, Ballester superpuso la moderna y tambaleante estructura de un andamio de mecanotubo, que rompe la simetría de la composición. La fachada presenta además un aspecto extraño. La restauración de una parte, la izquierda, de la fachada está casi concluida, y el andamio, inseguro, parece a punto de ser desplazado. El tono claro, casi reluciente de la piedra, recién y profundamente lavada -como si se quisiera borrar las huellas del tiempo que se marcan en la superficie de las cosas-, se destaca en exceso, mientras apenas se distinguen los demás relieves ennegrecidos, llenos de humedades. La obra de restauración o consolidación está todavía a medio hacer. La fachada, clara y oscura alternativamente, parece la suma imposible de dos partes distintas. Por otro lado, el cielo intensa y uniformemente azul y luminoso de un día seco de verano después de una tormenta, que se recorta nítidamente en lo alto, provocando bruscos contrastes de luces y sombras, acentúa la irrealidad de la escena.

 

Como se ha comentado a menudo, las obras que Ballester retrata están paradas o abandonadas desde hace tiempo: así, no es extraño que haya escogido como tema de un óleo de grandes dimensiones las inclinadas torres Kio en Madrid, cuyas oxidadas estructuras de hierro, colgando sobre la autopista como un puente levadizo a medio levantar, constituyeron durante años un vergonzante símbolo de toda obra interrumpida y fracasada.

Palacio de Saldañuela II, 1993
Óleo sobre papel encolado y tabla, 133 x 229,8 cm
Burgos, Colección Saldañuela. Caja de Burgos


Las innumerables grúas están detenidas, los vehículos aparcados, las vallas mal dispuestas, como si no hubiera ningún encargado o vigilante, los útiles yacen abandonados en desorden. De lo alto de los pilares de hormigón inconclusos del cuadro "La nueva avenida" emergen los hierros retorcidos de la armadura. El suelo de la obra está todavía por limpiar y pavimentar. En medio de la confusión y del desaliento no se distingue a nadie trabajando.

En verdad, no hay nadie. La ciudad, silenciosa, parece dormida, como en pleno mes de agosto o en un domingo de madrugada, o está petrificada. En las calles y amplias avenidas, desiertas, sólo reverberan las inquietantes marcas impolutas de un paso cebra que se abren entre moles de hormigón.

Ballester retrata grandes vías de circulación, autopistas urbanas como la M-30 de Madrid, que sólo tienen sentido cuando discurre por ellas un río serpenteante de vehículos, o la marea humana, los cuales, si estuvieran presentes, se duplicarían al reflejarse sobre la calzada luciente y sobre los cristales de los aparadores, las ventanillas de los coches y las ventanas de las casas (era así, al menos, como los impresionistas y, más tarde, los futuristas, expresaron la vitalidad de la gran urbe, "la luz hiriente de los faros, el proliferar sin fin de los humanos, el sentimiento de un atormentado existir (...), nada que recuerde la quietud de las formas vegetales", según las hermosas palabras de Gustavo Martín Garzo). Las vías rápidas son tristes y absurdas cuando nadie las recorre, y las ventanas o los cerramientos acristalados de los rascacielos son como la mirada de un ciego si no reflejan la bullicie de la calle: evocan ideas mortuorias.

La nueva avenida



La descomunal puerta metálica de "Almacén" está bajada, cerrada a cal y canto, frente a un espacio vacío. Es cierto que el cuadro "Avenida en obras" podría constituir una excepción a estas visiones desoladoras y contrastar agradablemente con éstas. Sin embargo, incluso en este óleo, las pocas figuras que caminan y los vehículos que se desplazan entre prietas filas de columnas imponentes, apoyadas sobre altas bases cúbicas, semejantes a las de un templo egipcio, se vislumbran confusamente en medio de una atmósfera sucia y gris, como si fueran sombras, espectros, moradores fantasmagóricos de un país en sombras, del quieto país de las sombras.

Los interiores, tema que domina en la obra reciente, de gran tamaño, de Ballester, se encuentran igualmente desocupados, y exhiben su dramática desnudez. Las estancias modernas, enyesadas o pintadas de blanco, tienen paredes lisas y carecen de mobiliario, ornamentación, signos de vida. Parecen no haber sido nunca habitadas, o haber sido abandonadas hace tiempo. En "Galería", de 1992, algunas puertas que dan al pasillo central, invadido de cartones y desechos, están abiertas en desorden como si los ocupantes hubiesen huido.

  Galería, 1992
Técnica mixta sobre papel encolado
y tabla, 113,5 x 166,5 cm
Murcia, Colección Galería Clave
 

Almacén, 1995
Óleo sobre papel encolado y tabla, 154,5 x 243 cm
Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
 

Avenida en obras, 1993
Acrílico y lápiz sobre papel encolado y tabla, 28 x 102,7 cm
Marugame (Japón), Museo Marugame Hirai de Arte Español Contemporáneo


Dos halos claros de luz, siempre rasante, densa y blanquecina como la calima, irrumpen súbitamente y casi con la misma intensidad -sólo el de la derecha provoca sombra- desde las esquinas superiores del cuadro, más allá de los límites de la composición. A modo de aparición, los potentes chorros de luz invaden la parte alta de la cámara oscura, se recogen, flotan y se suspenden, como el aceite en el agua, al tiempo que agrisan el espacio, y rebotan sobre los elementos estructurales (columnas o pilares, y jácenas de hormigón) cuya negra silueta en forma de cruz de San Antonio preside a contraluz el centro del espacio, acrecentando la fría sensación de vacío. Así ocurre en el hermoso cuadro del Centro de Arte Reina Sofía de Madrid "Sin título", penetrado por la luz de una anunciación profana que toma cuerpo. Como sucede en el arte iconoclasta -un calificativo extraño para el realismo- o neoplasticista, sólo la luz premonitoria, y no las figuras que deberían materializarse a continuación, tienen cabida.

Sin título, 1995
Acrílico sobre papel encolado y tabla, 154,5 x 243 cm
Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía



Por las amplias y desnudas aperturas de la sala -que, por una vez, la abren al exterior- se intuye la silueta deslavazada y sucia de una ciudad, que se recorta entre los vanos como una lejana sombra chinesca. Alejada y distante: las escasas ventanas en las vistas de Ballester, a menudo simples huecos cegados -como en el grabado "Museo"-, no permiten que la vida del exterior se mezcle con la del interior, ni que ésta se asome o se vuelque hacia afuera. Son como un velo duro y translúcido, la simple continuación del muro, que ayudan a compartimentar el espacio y a aislar todavía más las estancias, convertidas en cárceles de cristal.

Las arquitecturas que Ballester retrata parecen haber sufrido un encantamiento o una maldición. La contemplación de los interiores produce una extraña y sostenida desazón, sin que la causa sea perceptible a primera vista. Sólo al cabo de una observación detenida se puede llegar a descubrir la falsa simetría de la composición -simetría central que elementos insignificantes, tal como una leve variación en la intensidad de la luz, destruyen soterradamente- que trastoca la visión indiferente de unos espacios anodinos, que de pronto aparecen como celdas o pasillos opresivos -y fascinantes- que atrapan la mirada.

Las obras están paradas desde hace tanto tiempo. El tiempo se ha suspendido, la vida se ha retirado. Así, los paisajes urbanos de Ballester expresan las mismas preocupaciones que su obra anterior: el paso del tiempo, y el intento por escapar a su ineludible presencia, que tiene como paradójica y fatal consecuencia -ya que sólo es temporal lo que vive, en su tiempo- el sueño, el abandono o la muerte.

 

Los paisajes naturales de Ballester son muy distintos en apariencia a sus vistas urbanas. Frente al carácter dibujístico, lineal, que impera en los cuadros de arquitecturas, aquí dominan el color y el pigmento. Ballester, que antes se comportaba como un perfecto "poussinista", ahora asume el papel de un "rubensista", según la división clásica del arte.

Estos paisajes suelen ser obras de pequeño formato, en color, de tonos tenebrosos, casi monocromos. Contrariamente a los cuadros de arquitecturas -cuyas formas, tomadas de la realidad, se perfilan nítidamente sobre un cielo plomizo-, los paisajes, hundidos en la niebla o en una luz de pesadilla, o recortados a contraluz, son manchas oscuras y desdibujadas, gracias a que la huella de las pinceladas, cargadas de pigmentos, es visible y no sigue los contornos.

Estos paisajes son panorámicas inventadas: Ballester las califica de "paisajes mentales". Se componen de franjas o planos densos de color, que apenas crean ilusión de profundidad. A veces, consisten en imágenes de realidades inmateriales o subjetivas, como la línea del horizonte. Muestran acantilados, tajos y grutas umbrías; desembocaduras, ríos plateados, bahías o el mar abierto bajo un cielo lívido; desiertos y llanuras que se extienden hasta perderse de vista, o bosques impenetrables pintados desde tan cerca que ocupan toda la superficie del cuadro, sin que el aire o el cielo amarillento, saturado de luz y humedad, tan denso o matérico, y a la vez tan desvaído, apenas los envuelva y los aísle. Sólo el título de la composición, que se refiere explícitamente a la naturaleza, permite que el cuadro pueda ser interpretado como la representación de un paisaje.

Desde un punto de vista tan próximo, se descubren los pliegues minerales de los riscos, la húmeda piel de los acantilados, la superficie rizada del agua, cada una de las hojas nervadas de las prietas copas de los árboles. La textura del cuadro, en apariencia denso de materia, se confunde con la textura de las cosas representadas.

Museo, 1996
Aguatinta, 23,8 x 49,8 cm; papel BFK Rives: 53 x 72 cm. Ejemplar 19 de 50
Edición: 50 ejemplares y 5 pruebas de artista
Estampador: Galería El Taller, Madrid
Madrid, Colección del artista

 

 

En verdad, Ballester no retrata paisajes sino que los presenta, como si el cuadro fuera un retazo de la naturaleza. Así, el insólito y exagerado tamaño -18 x 107 cm- alargado de la tabla sobre la cual está pintada una amplia vista a cielo abierto, quizá al atardecer, que la convierte casi en una línea imperceptible, sugiere que el pintor ha conseguido recortar una franja del horizonte y encerrarla entre el marco del bastidor.

Son parajes solitarios, descomunales y vírgenes, donde el hombre no vive ni podría vivir, ni orientarse. Cuando en ocasiones se aventura para explorarlo, su figura se reduce a un rasguño imperceptible y anónimo, sin rasgos distinguibles, bajo la bóveda gótica de la gruta marina invadida por la neblina. El hombre no ha podido modelar estos lugares. Sólo el agua embravecida y el paso del tiempo han ido recortando la forma de las montañas y las peñas.

Y, sin embargo, el mar, el estuario, la gruta o la roca, tal como Ballester los pinta, producen la sensación de haber estado siempre allí, con su forma inmemorial. Están libres de todo elemento transitorio, caduco. Los mismos árboles que cubren en ocasiones las cimas, son pétreos. Ni el viento ni las estaciones -la única estación reconocible en un cuadro es el frío invierno, cuando la naturaleza duerme bajo un espeso manto de nieve- agitan y cambian la copa. Tienen una inmovilidad mineral, como si los bosques pertenecieran a otra era.

De manera más alusiva y menos literaria que en las obras de sus inicios, tanto en sus paisajes urbanos que retratan límpidamente edificios o barrios reconocibles, como en sus paisajes imaginarios, Ballester sigue evocando el paso del tiempo por medio de formas -edificios vacíos, calles desiertas, montes ariscos y pelados o el piélago bajo la fría luz de la luna- sobre las cuales el tiempo no pasa, no porque sean eternas o irreales, sino porque han quedado, por un momento, fuera del tiempo, de la vida, o sobre las cuales pasa el tiempo sin dejar huella visible: así pasa con el desierto -motivo de algunas de las últimas obras de Ballester-, la forma roma de cuyas dunas -por entre las cuales circulan a lo lejos y acompasadamente caravanas que proceden de otro tiempo y se pierden- se modifica día a día para ser desesperadamente idéntica a sí misma.

 

Captar el inmisericorde paso del tiempo; retratar un instante para eternizarlo vanamente: tal ha sido la tarea en la que los artistas han puesto su empeño desde la noche de los tiempos, como lo hace Ballester, con sus pinturas de objetos inorgánicos -hogares vacíos, apagados y montañas desoladas-, lo único que queda incólume cuando el tiempo siega. Cuando todo ha desaparecido y los hombres ya no están, su solitaria, erguida e inútil presencia, como una forma sobreviviente de otra edad, hace todavía más palpable la destrucción del tiempo, a la vez que revela su sentido.

Como escribía Proust, sólo nos damos cuenta de las cosas y los seres que nos rodean y que vemos diariamente, sin reparar en ellos ni darles importancia, cuando han muerto o se han ido. El tiempo, que acaba con las cosas para siempre, paradójicamente, nos las expone, las revela y nos las hace sentir por vez primera -pero ya no estamos a tiempo de recuperarlas- cuando sentimos punzantemente su ausencia, el vacío que han dejado, cavado por el discurrir del tiempo. Y nos damos cuenta al fin -y demasiado tarde- de lo que hemos perdido irremediablemente.

La línea del horizonte, 1991
Óleo sobre papel y tabla,
18 x 100,5 cm
Madrid, Colección del artista


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